martes, 13 de noviembre de 2012

The Lady, de Luc.



Esta nota quedó afuera de publicación, ya es atemporal, ya no sirve más que para leerla.
En el momento, cuando la escribí, además de haberme gustado mucho la película (creo que soy uno de los pocos que la disfrutaron) , estaba convencido de que era muy buena. Hoy, releyéndola, quizás no sea tan así, pero aún tiene cosas que me gustan. Para que no se pierda como archivo adjunto de algún mail, o en una carpeta de alguna pc, se las paso para que lean un poco y me digan qué tal. 
Beso. 
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Fair play
Últimamente, el cine de los golpes bajos, además de cumplir con ciertos recorridos cliché, se volvió una forma de intentar conquistar al espectador. Se apela a ese recurso tan vil y traicionero como es provocar terminar padeciendo una película, sufriéndola sin disfrute alguno, para hacernos creer que cumplió el objetivo. Lo que separan a las películas dramáticas tristes de las únicamente creadas para el llanto son aquellas que sin ese shock reiterado a los lagrimales funcionan igualmente. Son las que valen la pena.
Luc Besson hace una película triste desde el comienzo. No da respiro, no da un consuelo, no da nada. No hay moraleja. O da mucho, demasiado quizás para los adoradores del juego sucio masoquista. The Lady es el retrato de una mujer que antepuso la voluntad de su pueblo a su vida personal, y vio pasar su vida presa tras las rejas de la casa en la que creció. Esta es la historia verídica de Aung San Suu Kyi, una activista birmana contra la dictadura militar que la encarceló, hija de Aung San, héroe que firmó la independencia de su país con el gobierno británico. Esta mujer, que estuvo presa 15 de los últimos 21 años, es interpretada por Michelle Yeoh, que cumple con un gran papel protagónico. Dentro de la amplia gama de dramas que ofrece la historia, además de que su padre fue asesinado cuando tenía dos años, se pueden mencionar la imposibilidad de ver a sus hijos por años, con los que no podía hablar siquiera, o la enfermedad de su marido al que no pudo ver antes de su muerte.
Lo que distancia a este film del resto lacrimógeno, es el detalle de que detrás de éste hay un director con ideas claras, un gran constructor de personajes y mejor generador de climas. Cada uno de los actores cumple su rol, bien definido, marcado, intenso, y sin tener el melodrama a flor de piel como herramienta provocadora. La combinación del reparto, inglés y birmano, convive cada uno con su idioma individual naturalmente, sin quitarle fluidez al desarrollo de la historia. No hay recursos cinematográficos que marquen una necesidad desde la dirección de mostrarse porque sí. Los elegidos no son utilizados por el hecho de lucirse o “embellecer” una escena. Besson logra emparentar movimientos de cámara con los personajes. Hace del ralenti una marca. Cada vez que el plano parece arrastrarse, muestra un momento clave para la protagonista de la historia. Para su historia personal. El último contacto con su padre, la muerte del mismo, la primera despedida familiar, la primera vez que se enfrenta a una multitud que la apoya, como también esa escena en la que parece desplazarse como un fantasma entre medio de armas amenazantes. Todos son ejemplos válidos de un recurso que no se vuelve a usar en otras ocasiones, los hace exclusivos, elementales para entender porque no se está frente a otro drama puramente tremendista.
Hay que valorar esta obra, por más que, reiterando el concepto, no aporte más que tristeza desde el eje de la historia. El mérito que tiene The lady es el de lograr un disfrute visual desde el arte del cine pese al dolor que también logra transmitir el guión. Esa fusión perfectamente balanceada permite distinguirla entre otros dramas de los últimos tiempos.

Nahuel Rodriguez Acosta

martes, 7 de febrero de 2012

Siempre se puede estar más abajo



 El Ukelele suena. Teletransporta. Tranquiliza. Su sonido, ajeno a esta película, tiene una sola relación, que es la playa, el descanso, el “aloha wai”, un oasis fuera del mundo de cemento que suele rodear a la gran mayoría de los espectadores. Las palabras con las que nos recibe el personaje de George Clooney nos ponen en clima. No hay tal paraíso. No existe.


 Los descendientes (The descendants, Alexander Payne, 2011) es una historia simple, chiquita, de esas que se cuentan en 5 minutos y se logra explicar ampliamente; con golpes tan bajos como necesarios. Una familia que se está por destruir, un padre que no fue padre, y que ante la inminente muerte de su mujer tiene que hacerse cargo de dos hijas, de las cuales no sabe ni sus gustos. Que también es un hombre que tiene que hacerse cargo de una decisión, en nombre de todos sus primos, que equivale a ser millonarios pero traicionar sus principios. Y que se lleva la gran decepción de su vida ante una infidelidad de la que se entera ya con su mujer en coma irreversible.

 Es un pobre tipo. No puede reclamarle explicaciones a nadie, no puede caerse ante la adversidad constante, tiene que ser sostén de las emociones de sus hijas, es responsable de llevar la noticia fatalista. Este Matt King de Clooney es un personaje tan bien logrado que es imposible no conmoverse. Esta humanización del actor hasta remite a pasajes de E.R. Emergencias (E.R., 1992-2009), donde aún no tenía ese traje estereotipado puesto con el que se vistió su actuación después. Cuesta identificar cual es la fuente de energía para seguir del protagonista. Quizás porque no haya hecho las cosas tan bien anteriormente, y quiera redimirse, al darse cuenta que no había vivido.

 El ukelele sigue sonando. Contrasta. Incomoda. Ya no tranquiliza, sino hace querer que se termine, que se apague ese ruido. La elección de hacer presente este instrumento en cada transición, en cada espacio sonoro vacío, lo hace también para jugar con el espectador. Payne juzga esa relación que antes teníamos con esta melodía. La destruye. La reformula. Ahoga gritos. A cielo abierto, en un lugar hermoso, no deja escape, no hay tiempo para el desahogo. El cielo gris permanente, amenazante, no es casual. Donde uno siempre imagino alegría, solo reina la tristeza. La belleza imponente se vuelve inerte.

 Es un film de relaciones humanas. De relaciones que se caracterizan más en miradas que en diálogos, que demuestran sentimientos a través de expresiones corporales. Las palabras solo se vuelven importantes en la despedida, momento crucial y de frases de guión tan clichés como hermosas. El que escribe no vio las anteriores obras de este director, pero sí ha leído y sabe que siempre retrata al hombre y sus crisis. El que escribe, celebra no tener la posibilidad de caer en la comparación con las otras películas. Poder encontrar la crudeza de esta historia sin sentir que es una reedición de sufrimientos ya mostrados, poder sentir la pureza del mensaje transmitido, aunque sea duro, triste y profundo, es poder ser más objetivo. Y más permeable. Y resultó.

El ukelele ya no suena igual, o al menos, con el recuerdo fresco aún, no me hace acordar a la playa, sino que me hace sentir esa angustia hermosa de espectador conmovido. Porque por amor al arte, no está mal sufrir un poco.


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La nota no está corregida, se admiten comentarios, siempre necesarios, y bien recibidos. Gracias por leer.

lunes, 8 de agosto de 2011

Nobleza Obliga

Las veces que escribí acá, fue de una forma distinta a mi terapeuta de descargar lo que me pasaba, buscar poder expresar lo mal que me sentía y ver si leyendome entendía lo que estaba haciéndome sentir asi. Después de probar y probar, y ver que era lo mejor para mí, y sin desmerecer todas las relaciones anteriores ni comparar, hoy me siento pleno y feliz. Y no hay nada más lindo.